Un horario en verano

La disciplina no goza de buena prensa y la razón es sencilla: hoy se prefiere evitar el conflicto hablando de sentimientos en lugar de discutir sobre reglas. Pero el precio a pagar por esta preferencia es convertir la sociedad en una institución terapéutica.

La familia es clave. La unión de amor y disciplina no evita los conflictos, pero permite centrarlos en la objetividad de la norma, no en la fluidez sentimental de una rebeldía sin causa. El amor sabe que la conquista de más autonomía por parte de los hijos es inevitable y que hacer de padre es saber ceder, pero la disciplina exige ir paso a paso.

Cuando el amor se olvida de la disciplina suele derivar hacia esa forma sofisticada de mal trato que es la sobreprotección, es decir, una autosuficiencia tan frágil que se hace añicos al menor contacto con la realidad.

Todo esto es hoy especialmente relevante porque hemos convertido la personalidad en capital humano gracias a la ideología de las competencias (skills), que no son sino rasgos expresivos de una personalidad. A medida que el sistema educativo se ha ido convirtiendo en una factoría de competencias (de pericias laborales), la familia ha ido quedando como el único lugar en que eres querido por ser quien eres, sean las que sean tus competencias. Eso no significa, obviamente, que los padres eduquen a sus hijos en la incompetencia, sino que su manera de proporcionarles seguridad es el amor y la de proporcionarles autonomía, la disciplina. Y en esta doble misión la familia no tiene rival. Pero sí tiene dinamiteros, porque los padres están siendo continuamente animados a que deleguen su responsabilidad en especialistas. Como esa delegación disciplinar acabaría con la familia, hoy es urgente decirles a los padres que nadie está más especializado que ellos en sus hijos y que hay algo más humano que garantizarse el éxito: garantizarse la serenidad ante el riesgo.